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Algunos amigos míos: Carles
dimarts 18/agost/2009 - 01:10 726 3
Siempre tarde
Mi amigo Carles llegaba siempre tarde. No importaba que hubiésemos quedado para hablar o para comer, o por el placer de vernos, pues nos teníamos confianza. El caso es que llegaba siempre tarde, y a veces muy tarde. Más que llegar a los sitios, parecía que concedía al mundo el honor de verle a él, tan importante, emerger de las esferas del tiempo y adquirir la sustancia tangible que se denomina vulgarmente persona. Ni eso siquiera, puesto que al llegar miraba insistentemente el reloj de bolsillo o el de pared, o ambos a la vez, y después de pedir las disculpas de siempre comentaba, con desenfado, que estaba citado con tal o cual personaje público o privado y que debía marcharse a tal o cual hora.
Y no es que mi amigo resulte ser de ese tipo de personas que te habla de estrés en vez de agobio o de cansancio, o aquellas más perniciosas que te dicen “nos llamamos” para escurrir el bulto o la cita; no. Mi amigo es más cabal, y quizás por eso es mi amigo o así lo creo yo. Mi amigo es un tardón, simplemente, y tiene como oficio llegar tarde, y como beneficio disculparse para llegar, al día siguiente, un poco más tarde a nuestra cita. Yo le profeso mucho afecto, y es por ello que le siempre le perdono, o casi siempre.
Si, pongamos por caso, habíamos quedado a las diez de la mañana, después de cuatro años de amistad llegaba cuando las personas normales tomaban el postre, tras la comida de mediodía. Pero a los diez años de nuestra profunda amistad, aparecía cuando había finalizado la película de la sobremesa, a pesar de estar citados a la misma hora. Y a los quince años, ya oscurecía cuando por fin nos sentábamos a discutir de nuestras cosas, y él se disculpaba y se marchaba velozmente, pues tenía prisa, y yo me quedaba en el café mirando sus posos, como queriendo interpretar los trazos del tiempo.
Su sistemática y progresiva tardanza me dio la solución para nuestros encuentros, y he de reconocer que algo de alivio. Una de aquellas tardes de perro en que se acercó a mí, con el maletín en la mano y pidiéndome disculpas y hablando alocadamente, decidí no acudir a la cita siguiente. Habían pasado 24 años, y los mismos 24 años me había costado encontrar la solución a sus desmanes con el tiempo y con mi persona.
Desde entonces en adelante, y como era tan tardón mi amigo, acordamos una cita a las diez de la mañana, el día 12 de enero, para hablar de ciertos asuntillos pendientes -entre él y yo siempre había, como era de esperar, ciertos asuntillos pendientes-. Y acordamos, también, que el día 13, a las diez de la mañana, tendríamos una cita para hablar de otros asuntillos pendientes.
Yo no asistí a la cita del día 12, pero mi amigo me preguntó, al día siguiente, que de qué íbamos a hablar el día anterior. Entre nosotros, desde entonces, persiste el asuntillo que no discutimos el día 12, él porque llegó tarde –al día siguiente-, y yo porque no fui.
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