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Consell per a parelles (4) Julita
dimarts 11/agost/2009 - 04:03 655 3
Jo vaig conèixer una Julita, i us explico un bocí de la seva vida.
Julita, la mujer de mi vida
Julita Romero del Romeral, piernigorda y cariñosa, hartóse un día de ser mujer-objeto y decidió separarse. No le importaron las críticas malintencionadas ni el futuro escolar de su hijita. No le importó dejar de ser mujer-caldo-de-pollo, mujer-colonia ni mujer-mujercita. Cuando decidió separarse lo hizo de un hombre y de un ejército de mujeres que tenían su misma cara. Aunque su mamá le dijo:
- Con los hombres ya se sabe, siempre fue así; menos mal, y no es por decirlo, que yo he tenido suerte con tu padre.
Y su padre compungido porque le profesaba cariño al Ramiro intentó evitarlo, mitad avergonzado, mitad sexualmente solidario:
- Pues no te pega ni nada el Ramiro, ni es hombre de bares y llega a su hora, con lo bien que estaríais los dos y la niña.
Y su suegra "cabra loca" y su suegro "mala puta", y a pesar de las miradas de soslayo del concejal, del cartero y hasta del policía municipal, Julita quería ser Julia, mayor de edad por más señas, y abandonó el nido de amor donde vivía para encerrarse en el décimo tercera de un miserable bloque y un miserable barrio con el único calor de una estufa de butano.
Volvió a su antigua fábrica pero no la aceptaron, se apuntó en la oficina de empleo pero sólo la llamaron para coser camisas de siete mil pesetas a ciento cincuenta la pieza y además era miope, no sabía coser y padecía de la espalda. Sus amigas estaban requetecasadas, y aunque iniciaron el ademán de ayudarle, el sentido de la estabilidad conyugal y la salvaguarda, siquiera hipotética, de la fidelidad a unos principios, desviaron sus cristianas energías cristianas hacia ocuparse con más celo de su propio matrimonio.
Julita andaba exhausta de síes, de delicadezas y de reinados, y no fueron en modo alguno los encantos del amigo del marido, como decía el del taller de coches, ni que fuese tortillera, como aseveraba el degenerado de la bodega, lo que le indujo a pasar frío, estupor y vergüenza. Sufrió su calvario de mujer separada con el firme propósito de sobrevivir sin llamar a mamá ni a papá, sin pasar por el juzgado a mendigar una pensión; se fue con lo puesto y a los tres meses justos fregaba de ocho a cinco en tres sitios diferentes para cuatro mujeres, como ella, independientes y liberadas del suave yugo de las faenas del hogar.
Lo que más le importunaba, por aquellos entonces, era su suerte perra, era que habían pasado muchas cosas y ella sin enterarse, era que ya tenía cuarenta años y además sabía planchar, guisaba aceptablemente y estaba condenada, en plena democracia, a oler de por vida a suavizante, a sacarina y a caldo concentrado. Era y no lo sabía su estigma multiplicado de anteriores Julitas, su riesgo de exclusión social para Gertrudis, tan comprehensiva, era que los callos le salían de rechupete, era que era todo una mierda y era que no era lo que ella esperaba.
Julita amaneció un día sin nada que ponerse, mutada en un expediente a la hora del parte, rotos los huesos y el cabello revuelto desde la interminable libertad de la décima planta.
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